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al Vigésimo tan de cerca. Las mujeres pasaban suavemente los dedos por el terciopelo del uniforme del rey y por la seda del traje de la reina. Los hombres, con una severidad bonachona, le hacían fiestas al principito.

El rey saludaba; la reina, pálida, sonreía. De la habitación inmediata salía, por debajo de la puerta, un hilillo de sangre negra: un joven gentilhombre se había suicidado, clavándose un puñal en el pecho; no había podido soportar que los dedos sucios de la plebe tocasen las vestiduras reales.

Cuando la turba se marchó, oyéronse gritos de

—¡Viva el Vigésimo!

Algunos, al oírlos, ponían mal gesto; pero la turba estaba tan entusiasmada, que éstos olvidaban, a su vez, su enojo, y, como en Carnaval, cuando se coloca, por mofa, la corona en la cabeza de un payaso, empezaban a gritar con la turba:

—¡Viva el Vigésimo!

La gente reía. Pero al caer la tarde, los rostros se tornaron sombríos y las miradas recelosas. ¿Cómo habían podido dar crédito a quien, durante miles de años, había abusado de la bondad y la buena fe de su pueblo?

El palacio no está alumbrado; sus enormes ventanas brillan con un falso fulgor, y su aspecto es triste: maquinan allí algo, traman alguna vileza, reunen verdugos contra el pueblo, se limpian con asco los labios, luego de los besos cam-