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traño con los fuertes lazos que unían al pueblo y el rey; esos lazos comenzaron a desatarse, sin ruido, de un modo invisible y misterioso, como en un cuerpo en que la vida se hubiera extinguido y en que trabajasen fuerzas nuevas, ocultas hasta entonces no se sabe dónde.

El trono y el palacio eran los mismos, y también el Vigésimo; pero la autoridad había muerto, sin saberlo nadie y cuando se creía que sólo estaba enferma. El pueblo había perdido la costumbre de obedecer, y a eso se reducía todo. Una multitud de pequeñas resistencias dispersas se convirtió en un movimiento enorme e invencible. En cuanto el pueblo cesó de obedecer, abriéronse a una todas sus viejas, sus seculares llagas, y, lleno de cólera, sintió el hambre, la iniquidad y la opresión. Y comenzó a clamar contra tanta injusticia y a pedir justicia. De súbito se alzó, como una enorme fiera, en un momento de ira sin freno, y se vengó de sus largos años de humillaciones y torturas.

Los millones de hombres, así como nunca habían convenido en obedecer al rey, tampoco habían convenido en rebelarse. Por todos lados, la rebelión se acercaba al palacio. Asombrándose de sus propios actos, olvidado el pasado, los hombres iban aproximándose al trono, tocaban sus dorados y sus esculturas, lanzaban miradas curiosas al dormitorio real y se sentaban en las sillas regias. El rey y la reina les ponían muy buena cara, y no poca gente del pueblo lloraba viendo