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pero sembraban siempre la muerte; y cuanto más alto se hallaba su trono, sobre más huesos humanos se asentaba. En los demás países había también soberanos en el trono, y su poder también se perdía en la noche de los tiempos. Ocurría a veces que durante años y aun durante siglos, en algunos países, los soberanos misteriosos desaparecían; pero nunca toda la tierra se encontraba libre de ellos. Luego, después de cierto tiempo, en aquellos países alzábase de nuevo un trono, sobre el que volvía a sentarse un ser enigmático, incomprensible en su poder inmortal unido a su impotencia. Y encantaba a muchos precisamente por el carácter misterioso de su poder, ante el que siempre había quienes se inclinaban a cuyo poseedor había siempre quienes amaban más que a sí mismos, más que a sus mujeres y a sus hijos, y respetaban hasta el punto de aceptar de él dócilmente, sin quejarse ni lamentarse, como si se la enviase Dios, la muerte más cruel y más horrible.

El Vigésimo y sus predecesores se mostraban rara vez al pueblo, y eran muy contados los que tenían ocasión de verlos; pero como a los reyes les gusta que su imagen sea muy conocida por el pueblo, la hacían grabar en las monedas, tallar en piedras, pintar en lienzos innumerables, embelleciéndola merced al genio artístico de escultores y pintores. No se podía dar un paso sin ver aquel rostro, sencillo y enigmático al mismo tiempo, que, gracias a su multiplicidad, se grababa