sus leyes jamás, el rey podía cambiar las suyas siempre que le viniera en gana. Cerca o lejos, se alzaba siempre por encima de la vida. El hambre, al nacer, encontraba con la naturaleza, las ciudades y los libros, y además el rey; al morir, dejaba en la tierra, con la naturaleza, las ciudades y los libros, y además el rey. La historia del país, escrita y verbal, hablaba de reyes generosos, justos y buenos, y, aunque siempre había en el mundo hombres mejores que ellos, la razón de su poder parecía comprensible. Pero las más de las veces, el rey era de lo peorcito de la humanidad, completamente desprovisto de virtudes, cruel, injusto y, en ocasiones, hasta loco; y aun en ese caso seguía siendo el que mandaba en millones, y su poder aumentaba con sus crímenes. Todos le detestaban y le maldecían, lo que no era óbice para que mandase en los que le maldecían y le odiaban. Este poder estúpido constituía un enigma, y al miedo de los hombres ante otro hombre uníase el terror místico ante el misterio. Merced a éste, la sabiduría, la virtud y la bondad debilitaban el poder y eran causa de que se pusiera en tela de juicio, mientras que la tiranía, la locura y la maldad, por el contrario, le fortalecían. Merced a esto, aun los mejores de los soberanos misteriosos eran a menudo impotentes para hacer el bien, y los más débiles sobrepujaban al demonio y a todas las fuerzas infernales, si se entregaban al mal y a la destrucción. Tales representantes de la locura no podían crear la vida,
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