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En lo alto de la torre había un viejo reloj de enorme tamaño, visible de muy lejos. Su mecanismo complicado ocupaba un piso entero. Le cuidaba un buen anciano tuerto, lo cual le permitía mejor mirar con la lupa. Como sólo tenía un ojo, habíase hecho relojero, y, antes de que se le confiase el gran reloj, había arreglado no pocos pequeños. Junto al enorme reloj se hallaba muy a gusto y visitaba con frecuencia, de día y de noche, la habitación donde giraban las ruedas de la máquina y cortaba el aire, con amplio y acompasado balanceo, el péndulo.

Al llegar al punto más alto, el péndulo decía:

—Así fué.

Luego caía, subía de nuevo, pero en sentido opuesto, y añadía:

—Así será. Así fué, así será. Así fué, así será.

Al menos, de este modo interpretaba el ruido del péndulo el relojero del ojo único. Gracias a su roce constante con el gran reloj, se había hecho filósofo, como se decía entonces.

Sobre la vieja ciudad, donde se elevaba la torre, y sobre todo el país, erguíase arrogante un hombre, el soberano de una y otro, cuyo poder misterioso—el de un solo hombre sobre millones—era tan antiguo como la ciudad. Era rey y se llamaba el Vigésimo, pues contaba diez y nueve predecesores; pero eso no explicaba nada. Como nadie sabía cuándo comenzó la existencia de la ciudad, nadie sabía tampoco cuándo comenzó aquel poder extraño; en el pasado más remoto accesi-