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coger las llaves y cerrar las puertas. Eres un filarmónico: adoras el ruido del oro y el ruido sordo de las cadenas.

Tu cara pálida aún conserva la expresión de horror con que se contrajo ante la muerte; pero olfateas ya algo en el aire y la vuelves a todos lados, venteando. ¡Cuán presto alzas de nuevo las prisiones, oh, hombre!

XXV

El hierro de la reja ni siquiera suena, tan sólido es. Está frío como un corazón impasible. La piedra de los muros no suena tampoco, tan implacable es, tan eterna, tan poderosa. Está fría también, como un pensamiento impasible. A horas fijas, el carcelero me echa de comer como a una fiera. Y yo, con cara de hombre, le enseño los dientes. Estoy famélico y desnudo. Las horas transcurren monótonas.

¿Estás contento, amo?

XXVI

¡Pero no creo en tu cárcel, oh, hombre; oh, amo! ¡No creo en tu hierro, ni en tu piedra, ni en tu fuerza, oh, hombre; oh, amo! Lo que yo he visto derribado no volverá a alzarse jamás.

No de otra suerte hubiera hablado el profesor Pascale.