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—¡Ahora te toca a ti!—me dijo el oficial cuando el profesor Pascale cayó muerto.

Verdaderamente, no me habían sorprendido in fraganti, y no había ningún motivo para fusilarme. ¡Pero vaya usted a discutir con ellos! Me coloqué junto a la tapia, pero aquella noche me daba pena. ¿Comprendes? Allí, las antorchas, el incendio, le quitaban encantos; pero a lo lejos, más allá del incendio y de las antorchas, más allá de las ruinas y de los cadáveres, yo la veía joven, fuerte, negra, como la había conocido en los días de mi mocedad.

Yo amo la noche. En sus tinieblas no veo y puedo pensar cuanto quiero. El día sólo alcanza a mi ropa, no va más adentro; al chocar con la obscuridad que rodea mi cuerpo, se queda ciego. La noche entra hasta el corazón; por eso el amor se abre de noche, como algunas flores. Todo hombre que haya amado te confirmará mis palabras.

¡Ah, qué deseos tuve de pasar una hora, nada más que una hora, bajo aquella verdadera, buena, dulce noche! ¡Nada más que una hora! ¡Pero vaya usted a discutir con ellos! Y esperé junto a la tapia.

A la luz del sol es también dulce amar. Por que, mira, el amor, como la noche, alcanza al corazón, y bajo el dominio del amor no se ve tampoco, como bajo el velo de la noche.

Y si clavas la mirada en los ojos, en los ojos negros, llenos de misterio y belleza...