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se le caían los naipes de las manos—se contagió a los demás jugadores.

—¡Tiene usted hoy una gran suerte!—dijo el hermano de Eufrasia Vasilievna con tono sombrío; pues nada le inspiraba tanto temor como una suerte demasiado grande, en su seguridad de que siempre la seguía gran desgracia.

Eufrasia Vasilievna se alegraba mucho de que Maslenikov, al fin, tuviera buenas cartas. Cuando oyó la fatídica observación de su hermano, escupió ligeramente por el colmillo tres veces seguidas, lo que era un conjuro eficacísimo contra na desgracia presagiada.

—¡Pchu, pchu, pchu!—hizo—. No tiene nada de particular; cuanto más buenas sean las cartas, mejor. Lo que hay que hacer es pedirle a Dios que la suerte siga.

Hubo un instante en que las cartas se diría que reflexionaban y ponían cara de duda. Llegaron a presentarse varios doses, que parecían muy confusos; luego, nuevamente, con más velocidad aún, empezaron a sucederse los ases, los reyes, las damas. Maslenikov apenas tenía tiempo de recoger sus cartas, anunciaba grandes juegos y estaba tan emocionado que cometía frecuentes torpezas. Ganaba sin tregua, aunque Jacob Ivanovich no le decía una palabra sobre los ases que tenía en la mano; el asombro del viejecillo se convirtió en desconfianza respecto a aquel súbito cambio. Una vez más manifestó su decisión inquebrantable de no jugar sino cuatro bazas. Maslenikov se enfa-

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