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laban de ella. En cuanto a Maslenikov, todos los palos acudían a él con la misma frecuencia; pero ninguno permanecía mucho tiempo en sus manos, en las que las cartas eran a manera de huéspedes en una fonda, efímeros e indiferentes. A veces, durante varias noches, Maslenikov sólo tenía doses y treses, que le miraban de un modo irónico, como si se mofasen. Estaba seguro de que las cartas no ignoraban su ardiente deseo de jugar el "gran chelem", y hacían todo lo posible por impedírselo, siendo éste el motivo de que nunca pudiera reunir las necesarias. Aparentaba que le eran en absoluto indiferentes, y no se apresu raba nunca a mirarlas. Pero no conseguía sino muy raras veces engañarlas de esta manera: por lo común, adivinaban sus picardihuelas, y cuando las miraba veía tres seises que se le reían en las barbas y un rey de sonrisa triste, a quien los malditos seises habían llevado con ellos para que les hiciese compañía.

La que menos cuenta se daba de la vida misteriosa de las cartas era Eufrasia Vasilievna. El viejo Jacobo Ivanovich había adoptado, hacía tiempo, una actitud completamente filosófica: no se asombraba ni se entristecía ante los caprichos de tales seres, hallándose, por otra parte, al abrigo de toda sorpresa dolorosa, ya que nunca anunciaba más de cuatro bazas. Sólo Maslenikov no podía adaptarse a los referidos caprichos, burlas e inconstancias. En la cama, se imaginaba jugar el "gran chelem" sin triunfos, y no le parecía una