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extraño, que era un sufrimiento a la vez que un placer. Bajo las miradas atentas, el angelito se hacía más grande y más luminoso; parecía que sus alas se estremecían suavemente, y cuanto había en torno—la pared de madera ennegrecida, la mesa sucia, Sachka—se confundía en una mesa gris y monótona sin sombras ni luces. Imaginábase aquel hombre encenagado oír una voz cariñosa que venía del mundo encantado donde vivía él en otro tiempo y de donde había sido expulsado. En tal mundo no se conocían aquella suciedad, aquellos juramentos, aquella lucha terrible por la existencia; no se conocían los dolores de un hombre maltratado, humillado; allí todo era puro, alegre, radiante; y allí, en aquel mundo encantado, vivía la mujer a quien él había amado más que a su vida, y a quien había perdido, conservando, a pesar de todo, aquella vida inútil. El olor a cera que exhalaba el angelito se confundía con un perfume imperceptible, y el hombre encenagado pensaba que los dedos de aquella mujer, aquellos dedos que él besaría uno por uno hasta que la muerte paralizara sus labios, habrían tocado el juguete. Por eso el angelito le gustaba tanto y tenía para él un atractivo especial, inefable. Había bajado del cielo, donde estaba el alma de la mujer idolatrada, llevando un rayo de sol a aquel cuarto húmedo, sucio y maloliente, y también a aquel corazón a quien se había privado del amor, de la dicha y de la vida.

Junto a los ojos del hombre gastado brillaban