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pero lo asió tan suavemente, que el angelito podría creer que volaba.

Lanzó un largo suspiro de felicidad, y dos lagrimitas aparecieron en sus ojos. Acercándose el angelito al pecho y sin apartar de la respetable señora su mirada radiante, sonreía con una son risa dulce y tierna, fuera de sí de gozo. Se diría que en el momento en que las alas delicadas tocasen el enjuto pecho del niño, iba a suceder algo extraordinario, no ocurrido nunca en esta tierra triste, pecadora y llena de miserias.

Y cuando las alitas tocaron su pecho, Sachka suspiró dulcemente. La dicha iluminó su rostro con un fulgor que parecía eclipsar el de las luces rutilantes del árbol de Navidad. Su alegría era tanta que se sonrieron al mirarle la respetable señora y el caballero calvo, de rostro severo, que se hallaba en aquel instante en el salón. Los niños, que rodeaban el árbol con gran algazara, se callaron todos de pronto, como si sintiesen el soplo de la felicidad humana. Y todos advirtieron que existía una extraña semejanza entre aquel colegial tosco, con la chaqueta demasiado corta, y el angelito, modelado por un artista desconocido.

Pero no tardó en operarse un brusco cambio. Semejante en su actitud a una pantera dispuesta a saltar, Sachka miró en torno, como buscando al atrevido que quisiera quitarle el ángel.

—Me voy a casa—dijo con voz sorda—. Me voy con mi padre.

Y se dirigió a la puerta.