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Sachka estaba triste y sombrío. Algo lamentable acontecía en su tierno corazón herido. El árbol de Navidad le cegaba con sus innumerables bujías; mas le era extraño, hostil, lo mismo que todos aquellos elegantes y lindos niños que se agrupaban alrededor. Le dieron ganas de empujarlo para que cayese sobre las cabecitas rubias. Le parecía que una mano férrea apretaba su corazón y lo dejaba sin gota de sangre. Sentado luego en un rincón, detrás del piano, rompía sin darse cuenta los cigarros que aún quedaban enteros en su bolsillo, y pensaba que, aunque tenía un padre, una madre, una casa, parecía estar solo en el mundo, cuyas alegrías le eran todas desconocidas. No tenía más que su cortaplumas, que amaba tanto, y que estaba provisto de una lima muy fina; pero se había estropeado mucho con el tiempo, y si se le rompía no tendría ya nada.

Súbitamente, en los pequeños ojos de Sachka se pintó el asombro y animó su rostro la expresión insolente y un poco retadora que lo caracterizaba: en el árbol de Navidad, y precisamente en el lado visible desde su rincón—que era el menos iluminado—, había visto lo que le faltaba en su vida, y sin lo cual el mundo le parecía tan desierto como si las personas que le rodeaban no fueran seres vivientes.

Era un angelito de cera suspendido y como olvidado entre las espesas ramas, y que parecía cernirse en el aire. Diríase que sus alitas trans-