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—Quizá puedas traer algo del árbol de Navidad para mí—añadió el padre.

Aquello era una habilidad diplomática. Sachka lo comprendía muy bien y despreciaba al padre por su falta de carácter y por su poca sinceridad; pero sintió el deseo de llevarle algo, en efecto, a aquel hombre desgraciado y enfermo, que no tenía dinero ni para comprarse tabaco.

—¡Bueno, iré! ¡Dame la chaqueta!—le dijo con tono grosero a su madre—. ¡Estoy seguro de que ni siquiera le has puesto los botones!

II

No se permitía aún a los niños entrar en el salón donde se alzaba el árbol de Navidad. Esperaban, charlando, en la habitación donde jugaban. Sachka escuchaba su ingenua charla con un desprecio altivo y acariciaba en su bolsillo los cigarros que había robado en el despacho de Svechnikov, y que estaban ya rotos.

El hijo menor de Svechnikov, Kolia, se acercó a él y se quedó mirándole con cara de asombro, abiertas las piernas y el dedo en los labios inflados. A fuerza de insistentes reprimendas paternas, había abandonado, hacía seis meses, la mala costumbre de meterse el dedo en la boca; pero no podía renunciar a ella en absoluto. Tenía el pelo rubio cortado sobre la frente y largo por detrás, y los ojos, azules y atónitos. Pertenecía a la cate-