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—¿Pero es usted de veras?—dijo, esforzándose en recobrar su seriedad—. ¡Qué grotesco está usted!

Dejé caer los brazos, incliné la cabeza. Todo, en mi actitud, expresaba la más profunda desesperación. Y mientras ella seguía con la mirada a las alegres parejas que pasaban corriendo frente a nosotros, y su sonrisa se apagaba poco a poco, como la luz del atardecer, yo le decía:

—¿Por qué se ríe usted así? ¿Acaso no adivina tras esta careta un rostro vivo y dolorido? Me he puesto esta careta con el único objeto de verla a usted. ¿Por qué no ha acudido usted a la cita?

Se volvió vivamente hacia mí, y una respuesta estaba a punto de brotar de sus queridos labios, cuando... la risa cruel se apoderó de ella de nuevo, con una fuerza irresistible. Ahogándose, casi llorando de risa, tapándose la cara con un perfumado pañuelo de encaje, apenas pudo pronunciar:

—Pero mírese usted... ahí, en el espejo... ¡Está usted graciosísimo!

Frunciendo las cejas, apretando los dientes de dolor, sintiendo helarse mi corazón y ponerse mi faz terriblemente pálida, dirigí una mirada al espejo y vi en él una fisonomía tranquila, impasible, inmóvil, de una inexpresibilidad idiota, extrahumana y... me eché a reír. Y riéndome aún, pero con una cólera que brotaba de lo hondo de mi alma, con la locura de la desesperación, dije, casi gritando: