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mía abstracta. Tenía una nariz, dos ojos, una boca, todo muy bien hecho y muy bien colocado: pero no tenía nada de humana.
Ni en la sepultura puede ser tan impasible la expresión de la faz del hombre. La careta no expresaba tristeza, ni alegría, ni asombro; no expresaba nada. Os miraba con fijeza tranquila, y una risa irresistible se apoderaba de vosotros. Mis compañeros se desternillaban de risa, se dejaban caer en las sillas, en el sofá, riendo a carcajadas, agitando los brazos.
—¡Será la careta más original!—murmuraban. Aunque yo me hallaba más dispuesto a llorar que a reír, cuando dirigí una mirada al espejo, fui también presa de un ataque de hilaridad.
¡Sí, sería la careta más original!
—Convenido, ¿eh?—nos decíamos por el camino—; en ningún caso, con ningún motivo, nos qui taremos la careta. ¡Jurémoslo!
—¡Sí, lo juramos!
III
Sin duda ninguna, era la careta más origina!.
La gente me seguía en grupos compactos, me hacía dar vuelta en todos sentidos, me atropellaba, me pellizcaba. Y cuando, cansado, irritado, volvía la cara a mis perseguidores, una risa loca se apoderaba de ellos.
Por donde quiera que pasaba, me sentía envuelto en una nube atronadora de risa, que no me