—¡Ya voy! ¡Ya voy!—respondí a alguien que me llamaba.
El hombre alto se sentó tranquilamente, y, con las rodillas abrazadas, se puso a cantar a voz en cuello, como si acompañase a las campanas:
—¡Bam, bam, bam!
—¡Estás loco!—le grité.
Pero él seguía cantando, con voz a cada instante más sonora y alegre:
—¡Bam, bam, bam!
—¡Cállate!
Sonreía y cantaba sin cesar, balanceando la cabeza. Sus ojos de cristal reflejaban el fuego. Era más terrible que el fuego. Yo, espantado, seguí corriendo. Pero no tardé en verle a mi lado. Corría, como yo, a grandes zancadas, sin cansarse. Nuestras sombras negras corrían en pos de nosotros a través de los campos labrados.
La campana jadeaba, como en la agonía, y gritaba como quien no espera ya socorro y ha perdido toda esperanza.
Silenciosos, corríamos ambos en las tinieblas, y detrás de nosotros saltaban nuestras sombras negras, como haciéndonos burla.