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II

Yo corría por la ribera, y mi negra sombra corría en pos de mi. Al inclinarme sobre el agua, queriendo medir con la vista su profundidad, vi en el negro abismo un espectro humano de fuego, y, sin reconocer mi rostro en aquella terrible faz crispada, que coronaba una inquietante cabellera en desorden, grité desesperadamente, tendiendo los brazos hacia ella:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

La campana seguía llamando. Ya no suplicaba: gritaba como un ser humano, gemía, jadeaba. Las campanadas se atropellaban unas a otras, morían en seguida, sin dejar un eco; nacían de nuevo y tornaban a morir al punto.

Me incliné otra vez sobre el agua, y, al lado de mi propia imagen, vi otro espectro humano de fuego, alto, erguido.

—¿Quién es?—exclamé volviéndome.

Hallábase junto a mí un hombre, que miraba silencioso el incendio. En la palidez de su rostro había una mancha de sangre todavía fresca. Su traje era de campesino. Acaso hubiera llegado antes que yo a aquel sitio, y, como yo, se hubiera visto atajado por la marisma. Acaso hubiera llegado después que yo; pero yo no lo había advertido. No le conocía.

—¡Arde!—dijo sin apartar los ojos del incendio.