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latidos del doliente corazón de la tierra agitándose en la agonía.

—¡Bam, bam, bam!—tronaba el incendio.

Y era inverosímil que aquellos sonidos desesperados e imperiosos proviniesen de la campana, pequeña, débil y tranquila como una niñita con un traje color de rosa.

Yo, en mi loca carrera, perdía a menudo el equilibrio y caía, apoyando las manos en los grumos de tierra. Me levantaba presuroso y seguía corriendo. Corrían a mi encuentro el fuego y las campanadas furiosas. Llegaban ya a mis oídos el crujir de la madera de las casas, presa de las llamas, y los gritos confusos de la gente aterrorizada. Cuando el silbido serpentino de las llamas cesaba un instante, oíase claro y distinto el largo alarido gemebundo de las mujeres, enloquecidas de terror, y del ganado, lleno de espanto.

No tardé en meterme en una marisma cubierta de hierbas putrefactas, y, queriéndola atravesar, entré en el agua hasta las rodillas, hasta el pecho. Viéndome ya a punto de hundirme, me apresuré a salir.

Frente a mí, muy cerca, el incendio lanzaba al cielo nubes de chispas áureas, semejantes a las hojas inflamadas de un árbol gigantesco. Alumbrada por sus reflejos, en el marco negro de las cañas y de los árboles, la marisma parecía cubierta de pedazos de hielo.

La campana seguía lanzando sus llamadas alarmantes, de una angustia mortal:

—¡Pronto! ¡Pronto!