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permanecían graves, quietas; mientras en la tierra todo era movimiento febril, estaban tranquilas, no salían de su inmovilidad, lo que yo juzgaba misterioso, extranatural, como el color rosa del cielo.

Como si recordasen algo de pronto, los altos tilos, todos a la vez, empezaban a secretear, inclinando sus copas unos hacia otros, y, del mismo modo inesperado, enmudecían nuevamente y sumíanse en una expectación sombría. En torno, el silencio era profundo como el fondo de un abismo. A mi espalda, la casa, llena de gentes asustadas, parecía en acecho; a mi alrededor callaban los tilos, como escuchando algo, y ante mí se agitaba en silencio el cielo rojo y rosa, que no había yo visto nunca ni de día ni de noche.

Y como yo no lo había visto todo entero, sino a pedazos, por entre las hojas de los árboles, me parecía aún más terrible, más incomprensible.

Era media noche. Yo dormía con un sueño inquieto cuando un sonido denso y breve, que parecía provenir de lo hondo de la tierra, hirió mi oído y se petrificó en mi cerebro, se convirtió en algo a manera de una piedra redonda. Le siguieron otros sonidos igualmente breves y densos. La cabeza se me puso pesada. Experimentaba la sensación de que me vertían en la nuca plomo derretido y de que las gotas de plomo horadaban mis sesos y me los quemaban. A cada momento eran más numerosas, y no tardó en llenar mi cabeza una espesa lluvia de sonidos densos y breves.

Dies iræ
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