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en todas partes. En una aldea asesinaron a un anciano que no supo decir adonde caminaba. Después, los campesinos lloraban sobre su cadáver, apiadados al contemplar su barba blanca manchada de sangre.

Aquel verano caluroso y terrible, yo vivía en la casa de campo de un terrateniente, en la cual había muchas mujeres, jóvenes y viejas. De día trabajábamos, charlábamos y casi no nos acordábamos de los incendios; pero cuando llegaba la noche, el miedo se apoderaba de nosotros. El propietario, con frecuencia, se iba a la ciudad, y cuando sucedía esto, no podíamos dormir en toda la noche y vagábamos era torno a la fica, recelando la proximidad de malhechores dispuestos a incendiarla. Nos estrechábamos unos contra otros y hablábamos muy quedo. No se oía ningún ruido, y los edificios se alzaban en la obscuridad de la noche sombríos y medrosos. Parecíannos desconocidos, como si no los hubiéramos visto nunca, y muy frágiles, como si esperasen ya el fuego y estuvieran dispuestos a arder.

Una noche, en una hendedura de la pared, advertimos algo luminoso. Era el cielo, que se entreveía; pero nosotros nos figuramos que era el fuego. Las mujeres se lanzaron hacia mí dando gritos de espanto y pidiendo mi protección, aunque yo era aún un muchacho. Yo mismo experimenté tal terror que se me cortó la respiración y me quedé inmóvil, como clavado en el suelo.

A veces, en medio de la noche, saltaba yo del