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—¡Gracias por la buena voluntad!—dijo.

Apartando, con aire confuso, los ojos del doctor, empezó a buscar un sitio donde dejar el importe de la consulta. Lo encontró, por fin, y colocó un viejo billete verde sobre la mesa de despacho, entre el tintero y el tonelito de cristal de los portaplumas.

—Creo que ya no se fabrican esos billetes de tres rublos—pensó el doctor.

A los pocos minutos auscultaba a otro enfermo.

El escritor iba por la calle, bajo la clara lumbre del sol, pensando en las palabras del médico. Lo que había dicho de que viviría aún quince o veinte años era sospechoso. Si hubiera hablado de cinco años, bueno; pero quince o veinte... Sin duda, iba a morirse pronto.

Un miedo terrible se apoderó de él; pero el sol brillaba tan ardientemente como en la juventud del mundo; su luz parecía reír, y el escritor se calmó poco a poco.

II

El manuscrito era muy grueso, tenía un gran número de hojas. Todas ellas estaban llenas de líneas apretadas, cada una de las cuales era una partícula del alma del escritor. Con su mano seca, afilada, hojeaba amorosamente el cuaderno, y la blancura del papel se reflejaba en su semblante. Ante él, arrodillada, su mujer cubría de suaves besos su otra mano, y lloraba: