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cos derribando los huesos, el cacareo belicoso de los gallos que se paleaban. Pero Sazonka no hacía caso de nada. La expresión de su rostro, en el que un ojo medio deshecho y el labio superior desgarrado hablaban de las recientes batallas, era grave y de ensimismamiento; hasta su copiosa cabellera, lacia y en desorden, tenía un aspecto melancólico. Le daba vergüenza haberse emborrachado y no haber cumplido su palabra; pensaba con dolor que Senista no le vería en todo el brillo de su hermosura, con camisa de lana y chaleco nuevo, sino maltrecho, miserable, oliendo a "vodka".
Sin embargo, a medida que se acercaba al hospital, se sentía más satisfecho y miraba con más frecuencia el paquetito que llevaba en la mano. Parecíale estar ya viendo el rostro de Senista, con los labios secos y los ojos suplicantes.
—Querido, ¿acaso yo no me hago cargo? ¿Acaso no tengo corazón?—decía en alta voz, como si Senista pudiera oírle, y apresuraba el paso impaciente.
Llegó, por fin, al hospital, un enorme edificio amarillo, en cuyos muros las ventanas negras parecían ojos severos. Avanzó por el largo pasillo oliente a medicina, experimentando la sensación ya conocida de malestar y de tristeza. Entró en la sala donde se encontraba la cama de Senista.
Pero Senista, ¿dónde estaba?
—¿Qué busca usted?—preguntó un vigilante.