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Pero Sazonka no podía perder el tiempo en aquellas conversaciones. Dando también saltos enormes, volvía a su casa y se ponía de nuevo a trabajar.

Se le hincharon los ojos, perdió el color como si se encontrase enfermo, y las pecas que llenaban su rostro se hicieron más visibles. Sólo su copiosa cabellera, que le cubría la cabeza como un gorro, conservaba su aspecto alegre y triunfal. Cuando su maestro Gabriel Ivanovich la miraba, Sazonka, empezaba a pensar, no se sabe con qué motivo, en la taberna y en el "vodka" que se bebía en ella. El recuerdo era tan tentador que para desahogarse se ponía a escupir y a jurar como un condenado.

Tenía siempre la cabeza pesada. Se pasaba días enteros dándole vueltas sin cesar a cualquier pensamiento. Ya pensaba en comprarse un acordeón, ya en mandar le hicieran unas botas. Pero lo más frecuente era que pensase en Senista y en el regalo que iba a llevarle. Oyendo el ruido de la máquina de coser y los juramentos del maestro Sazonka se imaginaba siempre la misma escena: se veía a sí mismo deteniéndose junto a la cama de Senista en el hospital, y tendiéndole el regalo envuelto en un pañuelo con cenefa encarnada. A menudo, en sus ensoñaciones, intentaba en vano recordar el rostro de Senista; pero el pañuelo con cenefa encarnada, que no había comprado aún, se dibujaba en su imaginación con extraordinario relieve. Y a todos, al maestro, a la maestra,