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y hacía fresco; pero, hacia el mediodía, el sol empezaba a resplandecer en la ventana, en una estrecha zona que se llenaba de polvo dorado y se iba ensanchando, ensanchando, hasta abarcar la ventana entera; los pedazos de tela, las tijeras, todo cuanto había sobre el antepecho, brillaba de un modo deslumbrador, y se sentía un calor sofocante.

Sazonka abría los cristales, y un aire fresco, que olía a estiércol, a barro seco y a árboles en flor, inundaba la habitación. Una mosca, débil aún, embriagada de sol, irrumpía en la estancia, cuyo silencio turbaban, al mismo tiempo, su zumbido y el ruido confuso de la calle. Bajo la ventana, las gallinas picoteaban en el suelo buscando gusanos y cacareaban muy contentas. En el lado opuesto de la calle, donde el calor solar había ya secado el barro, los pilluelos jugaban a los huesos, y resonaban en el aire sus gritos sonoros y belicosos.

La calle estaba en un extremo de la ciudad, y casi no circulaban coches por ella. De tarde en tarde pasaba en su carro, sin apresurarse, un aldeano de las cercanías; el carro se tambaleaba al hundir las ruedas en los baches, llenos aún de barro líquido, y hacía un ruido que evocaba la vasta amplitud de los campos.

Cuando Sazonka comenzaba a sentir dolor en la espalda, y sus dedos, entumecidos, no podían ya sostener la aguja, bajaba corriendo, descalzo, a la calle, y, dando saltos gigantescos sobre los