tampoco lo hubieras logrado: ¡la maldita prisión estaba demasiado bien construída!
Y me había acostumbrado al hierro de las rejas, a las piedras de los muros, que me parecían eternas, antojándoseme el que había edificado la prisión el hombre más fuerte del mundo. Ni si quiera me preocupaba de si era justo o no, tal idea tenía de su fortaleza, de su inmortalidad.
Ni aun en mis sueños nocturnos me representaba la libertad: no creía en ella, no la esperaba, no la concebía. Y no me atrevía a llamarla. Es peligroso llamar a la libertad: mientras uno se calla, la vida es soportable; pero si uno se determina a llamar a la libertad, aunque sea con voz muy queda, hay que lograrla o morir. El profesor Pascale decía lo mismo. Sí, yo había perdido ya toda esperanza de salir de la cárcel, cuando, de repente, la puerta se abrió. Se abrió suavemente y ella sola; al menos no fué mano humana la que la abrió.
VII
La calle estaba toda en ruinas y en un desorden horrible. Todos los materiales con que estaban construídas las casas habían vuelto a su lugar, yacían por tierra, como antes de ser empleados en la edificación. Las casas aun en pie se desacoplaban, se desmoronaban, vacilaban como borrachas, se sentaban en el suelo, sobre sus pier-