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charse cuando quisiera; pero le daba mucha láStima de aquel pobre muchacho con la cabeza tan grande.

Todo cuanto veía allí le inspiraba piedad: la fila apretada de las camas, en las que yacían hombres pálidos y tristes; el aire impregnado de olor a medicinas y de respiraciones de enfermos, la sensación, en fin, de su propia fuerza y de su salud.

Y sin esquivar ya la mirada implorante del muchacho, se inclinó hacia él y dijo con voz firme:

—Escucha, Semeño... Soy yo quien te lo dice, ¿sabes? Vendré, puedes estar seguro. En cuanto tenga un momento libre, vendré. ¿Acaso yo no me hago cargo? ¡Vaya si me hago cargo! Se necesitaría no tener corazón... En fin, ya te digo... ¿Me crees?

Una sonrisa enfermiza se dibujó en los labios ennegrecidos y secos de Senista.

—¡Sí!—contestó.

—Ya verás cómo vengo. ¡Qué diablo! ¿Acaso yo no me hago cargo?

Ahora se sentía mucho menos cohibido, hasta con ánimos para hablar de la bofetada que le había dado a Senista quince días antes. Y, posando suavemente él dedo en el hombro del muchacho, le dijo con tono amistoso:

—Y si se le fué a uno la mano y te dió un pescozón, no fué por mala voluntad, ¿sabes? Fué, sencillamente, porque tu cabeza inspira el deseo