Página:Dies iræ (1920).djvu/103

Esta página ha sido corregida
103

Nuestra hijita—la más pequeña—empezó de pronto a llorar; sin duda, algún temor pueril había turbado su sueño. Y aquel llanto de niño, aquel llanto sin amargura, obstinado, insistente, sonaba de una manera extraña cuando en la calle se levantaban barricadas.

La niñita lloraba pidiendo caricias, palabras mimosas, promesas tranquilizadoras. No tardó en calmarse, y se calló.

—Bueno, ¿te vas?—dijo en voz baja mi mujer.

—Quisiera abrazarlos antes de irme.

—Temo que los despiertes.

—No, no hay cuidado.

Mi hijo mayor, que tenía nueve años, estaba despierto. Lo había oído y comprendido todo. Sí, lo había comprendido todo, a pesar de sus nueve años. Y fijó en mí una mirada profunda y severa.

—¿Llevarás el fusil?—preguntó con voz grave.

—Sí.

—Está detrás de la chimenea, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?... Bueno, abrázame. ¿Te acodarás de mí?

Saltó de la cama en camisita, caliente aún del sueño, y se abrazó con fuerza a mi cuello. Sin tiendo el calor de sus brazos suaves, delicados, levanté el pelo de su nuca, y se posaron en su cuellecito, un instante, mis labios.

—¿Te matarán?—me dijo al oído.

—No, volveré.

¿Por qué no lloró? Muchas veces lloraba cuan-