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viene con el mismo objeto: obtener el permiso para retirar los fondos que tiene allí depositados, al menos una parte de ellos. Los gastos necesa- rios para la vida son tan elevados, que este pro- blema se presenta imperioso.
La muchedumbre me arrastra, y yo, sin saber la causa, tengo la obsesión de que si un incen- dio se declarase, o algún pánico por cualquier motivo se produjera, quedaríamos todos aho- gados.
Subo con gran trabajo al piso superior, menos lleno de gente, el hermoso piso, como lo llaman los guardias rojos de servicio,
Allí es, en efecto, donde están las autoridades. Hay corredores y puertas numeradas donde gen- tes vulgares me ven con poca cortesía.
Por fin, un burócrata intratable me dice que Sokolnikofí no recibe aquí, sino en Caterinsky, Canal, número 24.
Hay que volver a empezar...
Me obstino, sin embargo, y a toda prisa me encamino a esa dirección. El 24 es una casa de productos muy trivial, que en nada se parece a un ministerio. Ningún fausto. Nada de lujo. En el primer piso están las oficinas, donde esperan unas quince personas.
Una de las grandes novedades del bolchevi- quismo es que los jefes estén a disposición del pueblo, accesibles para todos y listos para recibir
