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nal de presentar al emperador una acta de abdi- cación en favor de su hijo. El emperador refle- xionó algunos instantes y luego respondió sen- cillamente:
—Abdico.
Pero como no quería dejar el poder a su hijo, pidió que se repusiera el acta en favor de su her- mano, el gran duque Miguel.
Gontchkov intentó demostrar al zar que iba a cometer una falta grave, porque el zarevich era muy popular desde el atentado de que fué víc- tima.
Cuando se temió que perdiera la vida como consecuencia de este atentado, en todas las igle- sias del Imperio se celebraron misas pidiendo su salvación.
Todas las mujeres en aquel tiempo suplicaban a Dios en sus oraciones que diera la salud al heredero del trono.
Pero el emperador se mantuvo firme en su resolución.
—No me separaré de mi hijo —declaró.
Y una nueva acta fué firmada, según algunos, hasta con indiferencia,
Eso es, por lo menos, lo que se cuenta, lo que cuchichean, más bien con tristeza, los que con- servan un resto de adhesión al régimen que se hunde en medio de maldiciones.
Estas noticias, llegadas hasta Petrogrado, no