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semejantes acontecimientos. Si estos hombres se fueron, otros vendrán. Tengo amigos en un ba- rrio menos céntrico y más alejado de los monu- mentos públicos y de los Bancos. Voy a pedirles asilo por algunos días. Me viene la idea de tele- fonearles, e instantáneamente obtengo la comu. nicación. Nunca, en verdad, el servicio telefónico me había parecido tan perfecto. Se me responde que me esperan; pero que es preciso que me vaya inmediatamente, porque la ciudad está llena de manifestaciones violentas.
Arreglo un paquete con los objetos más indis- pensables para tener alguna comodidad. En mi precipitación tomo una docena de medias de seda, todas de diverso color. Los momentos más dramáticos tienen a menudo un lado cómico.
Paula y Lidia están conmigo y demuestran una abnegación tan afectuosa, que me enternece infinitamente. Ellas también me ruegan que par- ta y me ofrecen que cuidarán de la habitación. Sin embargo, son humildes mujeres del pueblo que contraté en Petrogrado.
Salgo de la casa con mil precauciones, desli- zándome por los muros. La calle está completa- mente desierta, y su soledad, como su silencio, tienen algo de trágico. Se pregunta uno si no va a oir silbar las balas, si una ametralladora no va de pronto a lanzar la muerte desde el sitio don- de se esconde.
