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latos e indios patagones, han regresado a sus tu- gurios de los barrios apartados; los gauchos se han apresurado a ganar su rancho; en fin, todo lo que podía ofuscar la vista de un europeo recien- temente desembarcado, háse eclipsado para hacer lugar a la población decente y civilizada, que sólo esperaba la hora en que el ardiente Febo deja respirar a la casta Selene, para mostrarse en los lugares públicos digna de la alta opinión que ha concebido de sí misma... Mirad: he ahí que co- mienza la procesión de bellezas porteñas. ¿ Véis esa fila no interrumpida de veinte mujeres que marchan con lentitud, balanceándose muellemen- te al movimiento regulador del abanico ? Y bien, es una sola familia, de la cual no tenéis por de- lante, felizmente, sino la porción femenina, pues si los hombres no adoptaran el partido de pasear- se por su lado no habría ya medio de circular en la calle.

Contemos: doce hijas núbiles encantadoras; la madre, todavía joven y buena moza; tres tías, un tanto envidiosas de sus sobrinas, sonriendo a todo el mundo y lanzando más de una mirada sig- nificativa; una abuela, aún fresca y bizarra; en fin, tres criadas, mulatas, chinas o negras, que