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men Nóbrega sacara del límpido surgente de energía moral de su fe religiosa, profundo e inagotable, la fortaleza con que soportó las pruebas terribles a que fué sometida, desde que, niña aún de corta edad, sintió su tierno corazón traspasado de puñales por el cruel sacrificio de su genitor, hasta su muerte estoi- a, bendiciendo a Dios, en medio de atroces suplicios? Y no imaginéis que ese oro finísimo de su religiosidad acendrada, de su unción casi mística se hallara mezclado con las impu- ras escorias del fanatismo o de la gazmonería. Practicaba un catolicismo evangélico, que a nadie perseguía y todo se lo explicaba; que sabía comprender, respetar, y, en último caso, hasta perdonar. Poreso el biógrato halla a veces en esa figura actitudes en apariencia contradictorias. Así, mientras de una parte escuda con su protección decisiva a las maes- tras normales traídas de los Estados Unidos para preparar profesoras argentinas, de otro lado inicia una campaña, coronada por el