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res, debió experimentar, en aquellos días, la misma sensación de infinito desaliento del que ve desplomarse, en el espacio de breves horas, la obra paciente de toda su vida; algo así como la tristeza del arquitecto que asiste al derrumbe de sujoya más preciada o el des- consuelo del artista que ve perecer entre las Mamas ds un incendio el fruto glorioso de su genio creador. Practicadas las elecciones del 11 de abril de 1880, y triunfante en ellas el candidato del interior, general Julio A. Roca, los episodios se precipitaron como al final de las tragedias. En vano el presidente hacía repetidos llamados a la concordia; en vano se esforzaba en reconciliar a los argentinos, reuniéndolos, en la comunión de las glorias nacionales, al rededor de los restos repatria- dos de San Martín, o para rememorar el cen- tenario de Rivadavia. Alzado por el gober- nador el pendón revolucionario, resolvió el presidente abandonar la ciudad y concentrar el ejército en algún sitio próximo para abatir