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por doquier en los vastos salones, y la concu- rrencia, obediente al pedido, se dispone gus- tosa a escuchar: es que el tenor Roberto Stagno, con su dulcísima voz angélica y su arte insuperable de cantante, va a hacer oír una romanza de Fausto o de Roberto el diablo ; o bien que el coloso Tamagno está a punto de cantar uno de los trozos de Aída o Hugono- tes en que lanza esas notas formidables, como de órgano de iglesia, que llenan por completo el ámbito del recinto y parecen chocar contra sus muros pugnando por salir y escaparse hacia el exterior; o bien que el eximio barí- tono Battistini se prepara para modular un aria de La Favorita, en la cual hace esplén- dido derroche de su voz melodiosa y expresi- va, su gracia de estilo y señoril distinción de maneras. Otra vez es el gran violinista José Silvestre White, primer premio del conser- vatorio de París, a quien sirve de introduetor el ministro de Francia, Conde Amelot, pre-

vio un espiritual billete dirigido a la dueña