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versar, bailar, oír música, iniciar o proseguir poéticos idilios sellados a menudo con unio- nes venturosas, — y las recepciones que nos ocupan no podían hacer excepción al ritual. Empero, tres rasgos, casi diríamos propios, distinguían estos recibos de todos los de su época : la presencia constante en ellos de un erapo numeroso de damas bellísimas, la asis- tencia, también asidua, de muchos hombres de intelecto superior, y, por último, la presen- cia de artistas eminentes o aficionados de nota que enaltecían la velada luciendo sus rele- vantes talentos musicales. Por los aristocrá- ticos salones de Avellaneda, han paseado, en uno u otro momento, su radiante hermosura venusina, las más grandes beldades de la época: Teodolina Fernández de Alvear y Ana Urquiza de Victorica, Clotilde Barra de Mouján y Joaquina Arana de Torres, Carlota Velázquez de Ocampo y Aurelia Arrotea de Saguier, Manuela Robbio de Bullrich y Car- men Videla Dorna de Lynch, Angélica Ocam-