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Eran apenas las diez de la noche, y, según el horario social de esos tiempos, la selecta concurrencia de damas y caballeros colmaba, ya los salones de recibo, desbordando en el patio y despacho-biblioteca los hombres en- viciados en el cigarro o en la política. Todas las fiestas mundanas del género se ajustan

más o menos a un mismo programa — con-

del dueño de casa, en quien reconoce «uno de los espíri- tus más finos y cultivados de la América latina ». El mo- mento elegido por el novelista es, sin duda, poco adecna- do para dar idea de lo que fueron después, y aun antes, las grandes recepciones dadas en esa casa; en cambio, resulta muy conveniente a los efectos del cuadro que se propone pintar el autor, permitiéndole trazar una serie de personajes grotescos de la comedia política. Más ajns- tado alo real y normal de los hábitos de la casa, no obs- tante su brevedad esquemática, es el ligero croquis en que nos muestra la sala de Misia Carmen, « señora muy rela- cionada, y, puede decirse, popularizada por su inagota- ble beneficencia... El salón estaba lleno de señoras, con unos cuantos caballeros de frac o levita, casi todos muy jóvenes o casi ancianos. Alguien estaba tocaudo en el piano un valse de Chopin, una de esas inspiraciones ex- trañamente poéticas, casi sin marcado ritmo, y más pro- pias para mecer el pensar indolente que para medir el giro de la danza arrebatada ».