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presentar a doña Carmen Nóbrega, para ha- cer ver la eficaz ayuda que prestó al estadista, su compañero, en la solución de los graves problemas que hubo de afrontar esa presi- dencia memorable.

Hay actos individuales que no limitan sus efectos al círculo de lo meramente privado y transitorio sino que los extienden, también, a la esfera de lo social y duradero. De esos actos, el casamiento de Nicolás Avellaneda y Carmen Nóbrega. Sin que se lo hubiera pre- visto y calculado — como suele acontecer en las nupcias concertadas por las monarquías con fines dinásticos o políticos, — ese ma- trimonio de la pudiente y cultísima patricia porteña con el talentoso provinciano de ilus- tre casa fué a modo de símbolo y augurio a la vez de la íntima fusión que, con la directa intervención de ambos cónyuges, debía reali- zarse más tarde entre las dos mitades aún mal unidas del país. Y no sólo fué augurio y sím- bolo de esa unión, sino que, lo que vale sin