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1852! Al organizarse después la nación cons- titucionalmente, debió aún experimentar eri- sis muy peligrosas: su división en dos mita- des, que se hostilizaron entre sí casi como enemigas; la unión posterior de ambas, rea- lizada en forma imperfecta, pues dejaba, como antes, en poder de una de las fracciones, la manzana de la discordia, o sea, la ciudad de Buenos Aires, capital geográfica e histórica del país y no sólo de la provincia de su nom- bre, que se la reservaba en propiedad para mantener su hegemonía sobre el resto de la República. Tal exigencia creaba al gobierno nacional una situación por demás depresiva: la de una persona obligada a residir en ajeno domicilio y a quien aquel que se considera como dueño único de casa, recuerda en toda ocasión y hace sentir a cada instante su po- sición precaria y subalterna de huésped (1).

(1) «La coexistencia de los gobiernos nacional y provin- cial en la ciudad de Buenos Aires, antes de que ésta fuera declarada capital permanente y propia de la Nación, dió