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el cotidiano paseo hacia su quinta de la calle Larga de Barracas, para ordenar allí ciertos trabajos necesarios, y regresar después con el freseo acopio de olorosas violetas, regalo codi- ciado por Carmen y Julia, sus dos más caros pimpollos, cuyas rosadas manitas enviábanle en ese instante, desde la ventana en que se ha- lNlaban con su aya, una despedida que nadie hubiera podido imaginar sería la postrera. Nadie, sin embargo, es quizá demasiado de- cir, pues ya iba a ponerse en marcha el gi- nete, cuando, fingiendo astutamente tener que arreglarle el estribo, acercósele el negro liberto Fidel — quien por lo visto no lo era tan sólo de nombre — y advirtió con cautela asu patrón la presencia, en una de las pró- ximas esquinas, de varios sujetos mal entra- zados, que, al parecer, acechaban la casa. Fuera por no acumular sobre sí mayores sos- pechas, o por no haber dado motivos para atraerse las iras de la mazorca — como nunca, en aquel mes y año, feroz y desbordada des-