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Vamos a nuestra madame Récamier, de la que tengo muchas noticias por personas que he tra- tado. Era muy linda, aunque no gran inteligencia; pero en el mundo en que vivió se aprendía aún más que en los libros; y con un carácter sociable como el que tenía pudo ser todo lo que dice el artículo de Guizot. Pero yo le diré a usted un secreto: era un sér incompleto y no podía sentir las pasiones; no conocía los celos, la desesperación de una infamia o una ingratitud. Su vida era un arroyuelo suave, sin borrascas, y su belleza se conservaba así mejor, porque nada podía alterar- la... Y como no daba preferencias a ningún ado- rador, todos quedaban resignados... Voy a con- tarle una anécdota espiritual. Madame Récamier y madame Staél estaban una vez en sociedad con monsieur de Talleyrand, quien dirigía a las dos preciosos cumplimientos. Ellas le exigieron, en- tonces, dijera a cuál de las dos daba preferencia en su afecto. Esta broma, sostenida con gracia y talento, envolvía mil agudezas de los tres, hasta que, madame Staél, dícele de pronto que ella lo va a poner en la ocasión de decidirse. Suponiendo que las dos cayeran juntas al agua, ¿a quién so- correría usted primero? A madame Récamier,