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Margarita del Campo no era perfecta. Era graciosa, era infantil, era fresca, era ágil, era excitante; pero perfecta no. Su belleza carecía de corrección y su alma de grandeza. Su ingenio mismo, tan elogiado entre artistas y escritores, no consistía realmente sino en un don asimilativo completado por cierta vivacidad natural muy común entre las muchachas de París.
Menuda y elegante como las Colombinas de Willette, con algo en el modo de inclinar la cabeza que hacía pensar en las aristocráticas pastoras de Watteau, y mucho, también, en los ademanes y en