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briagándose con el perfume acre de la carne sudorosa y ardiente, recobrando nuevos bríos al contacto de los pechos desnudos, gozando del goce del pasado y del goce futuro, gozando sin doler, en fin...

Durante esos instantes de voluptuoso cansancio, que alguien ha llamado «reposorios del calvario erótico», la Muñeca permanecía exánime, con los ojos entornados y los labios entreabiertos, sacudida apenas, de vez en cuando, por un corto escalofrío nervioso que la obligaba á levantar los hombros y á encoger rápidamente los brazos. Carlos, en cambio, conservaba siempre cierta energía felina y ágil que le hacía parecer insaciable. «Mi mujer está muerta —decía—; mi pobre mujercita adorada está muerta... muerta... muerta»... Y para hacerla volver á la vida, acariciábala con sabia lentitud, cubriendo de besos todo su cuerpo exánime, estrechándola las piernas, los brazos, el pecho; multiplicando sus escalofríos con hábiles cosquilleos; comu-