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riciaba la nuca con sus labios ardientes y secos, la chiquilla, ya ebria de vino, de luz, de calor y de juventud, decíala mil zalamerías sobre su belleza y sobre sus joyas.

— ¿Te gusta este broche? —preguntóla Liliana, desprendiéndose del cuello un pensamiento compuesto de esmeraldas y de perlas.

— ¡Oh, sí! —y los ojos vivarachos dilatábanse atraídos por el brillo de la joya— ¡oh sí!... ya lo creo que me gusta!

Con un ademán casi maternal, la noble viuda lo prendió en el pecho de su amiguita, diciéndola que lo guardase en recuerdo suyo.

— ¿De veras?

— Sí; de veras.

— ¿De veras, de veras, de...?

La Muñeca interrumpió esas preguntas incrédulas, cubriendo de besos la boca interrogadora.

Carlos murmuró á su oído:

— ¿Para mí no hay un beso?