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diga Ud. que me equivoco. Estoy seguro, enteramente seguro de lo que digo... Mire Ud., por ejemplo, á ese pobre Maupassant, que no murió de locura, sino de decepciones, de sonrisas irónicas, de burlas de grandes damas!... Nosotros, cuando tenemos la desgracia de enamorarnos de una gran dama... como... como... sí, como yo, señora! debemos sacrificarnos desde luego, para que nuestro amor no envenene toda nuestra vida.

— ¿Quiere Ud. ser mi mejor amigo? —le preguntó Liliana, con una entereza llena de discreción y de ternura.

— El más humilde y el más sincero...

— No; el mejor...

— El mejor...

— ¿De veras?

— ¿Es necesario jurar?

— Deme Ud. la mano...

Al sentir su mano acariciada por la de Liliana, Carlos se estremeció ligeramente y tuvo la visión neta y clara de su futuro.

— Liliana —dijo en un supremo es-