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poniendo, en fin, lo que ella llamaba su «peluca de arte», contemplóse en el espejo, no con ese deseo frívolo de corrección que guía á las mujeres en general cuando se detienen ante sus tocadores, sino para admirarse, para acariciar su propia belleza con la vista, para dirigirse á sí misma, mentalmente, piropos amorosos. «Esto que yo hago con tanta frecuencia —pensó— se llama narcisismo, y, según parece, es un pecado contra la naturaleza... pero ¿por qué ha de ser un pecado?... A mí me gustan mis ojos, me gusta mi boca, me gusta mi garganta... me quiero, me quiero mucho»... Y para probarse á sí misma que, en efecto, «se quería» y «se gustaba», desabrochóse completamente el talle y dejó que su imagen se ahogara, medio desnuda, en el agua lilial del espejo. De pronto echóse á reir, dióse un beso en el brazo y salió corriendo, como una niña, hacia el comedor, en donde los manjares se enfriaban desde hacía media hora.