siones no duraban sino el espacio de una lágrima ó de una sonrisa, y después de acariciar ó de sacudir sus fibras más íntimas con una violencia casi morbosa, desaparecían en absoluto para dejar libre el campo de su alma á otras impresiones más vivas aún.
Su sensibilidad no lograba nunca conservar durante largo tiempo una simpatía ó un rencor en ese estado de perfecta cristalización que constituye, por lo general, la firmeza de sentimientos. Sólo los recuerdos vivían en ella una vida invariable. Lo demás cambiaba eternamente ante su vista, pareciéndola á veces adorable y á veces aborrecible, según el estado de su ánimo y las circunstancias exteriores del momento. Leer dos veces un libro, era, para ella, como leer dos libros diferentes. Los deseos mismos cambiaban en su ser hasta tal punto, antes de realizarse, que muy á menudo, al lograr algo, «ya no era eso» lo que quería, sino otra cosa cuya imagen había ido