camente sus manos temblorosas, hasta que, viendo á su marido dirigirse de nuevo hacia el palco, se puso de pie, pálida como una muerta, pidiendo su abrigo, diciendo que estaba cansada, que estaba nerviosa, que necesitaba reposarse. Y ese había sido su único idilio, porque más tarde, temerosa de su propia debilidad sentimental, no quiso nunca dar á Carlos la ocasión de hablarla á solas.
... Ahora no podía tardar en venir y la diría lo que quisera...
Para arreglarse el cabello ante un espejo, pasó á la habitación contigua. Al abrir la puerta de su alcoba sintió un olor acre de ácidos desinfectantes, que venía de la sala en donde el cuerpo de su marido había sido embalsamado. La idea de la muerte apoderóse de nuevo de su cerebro, pero no ya para llenarla de melancolía, sino para hacerla sentir con más fuerza la realidad de su porvenir libre.
En esa mujer toda nervios, las impre-