Había sido en el teatro, en el Palacio Real, durante la representación de una de las farsas monumentales de Feydeau. Ella reía como una niña, abandonándose por completo á la sensación de vida grotesca que todo exhalaba en la escena. Al fin del tercer acto, mientras el marqués iba en busca de un amigo, Carlos se aproximó á ella, y, estrechándole la mano de un modo casi brutal, «Señora, la dijo, perdóneme Ud.; sé que hago mal, muy mal; sé que hablar á Ud. así es ofenderla; sé que de hoy más no querrá Ud. ni aun llamarme amigo; pero no puedo resistir, es imposible... y necesito decirla que la adoro con toda el alma, que la adoro sin esperanza ninguna, tristemente, locamente, como un enfermo que está seguro de morir de su mal y que muere dichoso... ¿Me perdona Ud. esta confidencia, señora?» Sin poder articular una sola palabra, ella había permanecido inmóvil, dejando que las manos febriles de Carlos acariciasen brus-
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