da que la belleza misma. Lo que seducía en ese gran chico moreno, no eran los ojos, ni la nariz, ni la boca, sino la mirada profunda y acariciadora, la sonrisa maliciosa, la expresión, en fin, y mil menudencias delicadas ó admirables, como el brillo de los dientes, como las ondulaciones caprichosas del cabello, como la palidez mate y dorada de la piel, como el reflejo casi azul del bigote... Además hablaba de un modo encantador, y la entonación velada y doliente de su voz al decir al oído galanteos poéticos, tenía un atractivo especial.
Liliana pensó con tristeza en aquellas noches ya lejanas, durante las cuales las pupilas de Carlos la buscaban y la seguían, en los salones amigos, á través de mil hombros desnudos; pensó también en las únicas frases de amor que él se atrevió nunca á dirigirla y ella á escuchar, y su memoria se entretuvo complacientemente durante algunos instantes en acariciar ese recuerdo nostálgico.