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Indignado y colérico, Carlos rompió la carta sin acabar de leerla.

«¡Ir e ese lugar donde ella ha dormido con otros!... ¡Pues no faltaba más!... ¡No; ni aun pensar en eso!...»

«¡La Muñeca había muerto para él!...»

Con aparente tranquilidad, tomó un libro y se puso á leer; luego trabajó durante algunas horas; enseguida salió á dar un paseo.

A cada instante se decía, como respondiendo á sus propios deseos y á sus propios impulsos:

«¡No iré! ¡no iré!... ¡Pues no faltaba más!... ¡No iré! ¡Robert se figura que todos somos tan débiles como él!... ¡No, no, no iré!»

Las penas infinitas que hasta entonces había sufrido con resignación, se le agolparon en el alma repentinamente, con una precisión rabiosa.

En vez de halagarle, el nuevo amor de la Muñeca lo humillaba. «¡Acaso era él un instrumento que podía abandonarse